En la cultura maya el jaguar, balam, ha estado presente en toda la cosmovisión regidora de la vida de los antiguos y aun de los actuales indígenas. Se le ha connotado como el símbolo del poder político-religioso, regidor del tiempo, soberano del Inframundo y de la Noche. Cuando el Sol se introduce en el mundo de los descarnados, el felino sagrado deviene Balanké: el Sol-Jaguar de los k’ekchís. Por su capacidad de volver a resurgir al mundo de los vivos, se le consideró como un animal psicopompe, guía de las almas de los hombres cuando morían y emprendían su camino al más allá. Uno de los dioses mayas más venerados del plano terrestre fue el jaguar, deidad del número siete y del día akbal, cuya connotación se remitía a la noche, a la oscuridad, equiparable a Tepeyólotl, Corazón de la Montaña, cuya piel simbolizaba la bóveda del Cielo de Estrellas. En la mitología maya encontramos a los cuatro jaguares, bacao’ob en plural, como actores importantes de la creación del universo: Balam Quitzé, Jaguar de Fuego; Balam Acab, Tigre Tierra; Mahucutah, Tigre Luna; e Iqui Balam, Tigre Viento. Los mayas antiguos creían que los uay balam, hechiceros con forma de jaguar, protegían las cosechas y los campos en general, por lo cual fueron acreedores a rituales de culto propiciatorio; a estos balames se les conoce con el nombre de balam-col; aun hoy en día los campesinos mayas creen en su protección.
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